domingo, 8 de junio de 2008

ABC.es: opinion - firmas - Los jueces no tienen vecinos

ABC.es: opinion - firmas - Los jueces no tienen vecinos
POR IGNACIO CAMACHO
LA presidenta del Tribunal Constitucional tenía una vecina que tenía un fontanero que tenía una hija que era amiga de la vecina. La amiga de la vecina tenía otra hija que tenía un padre que tenía un problema con la madre de su hija. La vecina le contó a la presidenta los problemas de su amiga, le pasó un informe y le dio su teléfono. Y sin más cuitas ni preámbulos, la cuarta autoridad del país se leyó los papeles y llamó a la amiga de su vecina para interesarse por su congoja como si en vez de presidir el más alto tribunal de España fuese la encargada de un centro de atención de mujeres maltratadas.
Resultó que la amiga de la vecina tenía un perfil moral dudoso que no venía en los papeles y estaba siendo investigada por inducir el asesinato del padre de su hija. Y que la Guardia Civil escuchaba sus conversaciones telefónicas, en las que de pronto alguien dijo que era María Emilia Casas, la cuarta magistratura del Estado. El respingo del agente de servicio debió ser de aquí te espero; la Guardia Civil está bastante curada de espantos, pero no tiene costumbre de encontrarse a presidentes del Constitucional hablando con sospechosos de asesinato.
Lo mismo le ocurrió a la juez encargada del caso, que decidió remitir las cintas de la bienintencionada charla al Supremo, cuyos jueces no han hallado indicios penales en la conducta de la señora Casas. Un alivio para la moral pública: resulta de lo más tranquilizador saber que la persona que dirige el Constitucional no está involucrada en la pesquisa de un crimen. Pero los magistrados del Supremo no tienen la función de dilucidar si una persona capaz de una conducta tan imprudente y poco sensata está capacitada para presidir el órgano de mayor responsabilidad jurídica de la nación.
Ésa es una decisión que en un sistema de opinión pública corresponde evacuar al conjunto de la sociedad democrática, y desde luego a la propia interesada, de cuya alta competencia cabe presumir el criterio suficiente para saber que se ha quedado en situación poco airosa. En cualquier país razonablemente articulado en su ética civil, la dimisión constituiría un trámite inmediato en un caso semejante. En el nuestro, la higiene democrática resulta un asunto extravagante y secundario frente la correlación de fuerzas y tendencias políticas -¿no estamos hablando de jueces?- ante el pleito del Estatuto de Cataluña.
Pero no es la bilateralidad confederal, ni el rango de nación, ni los presuntos derechos colectivos de las autonomías lo que ha quedado en entredicho, sino la idoneidad de una alta magistrada del Estado capaz de ofrecer su asesoría espontánea a la hija del fontanero de una vecina, esté o no imputada de homicidio inducido. Y si resulta aceptable, admisible o tolerable que le diga sin mayor cautela que la llame «si decide recurrir en amparo». Porque el amparo de un tribunal no se puede administrar por razones de vecindario. Y porque si atiende con tanta solicitud el ruego de una conocida existen razones para temer que escuche en primer tiempo de saludo el de un presidente -o vicepresidenta- del Gobierno.

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