Estrella Digital - Opinion: Pablo Sebastián, La causa de la República: "a"
En el reciente aniversario de la proclamación de la II República española se han escuchado voces y algunos discursos, minoritarios, en favor de la causa de la República, muy legítimos y sinceros pero creemos que mal planteados, porque la causa de la República es y debe ser, esencialmente, la causa de la Democracia.
La crisis económica, de inciertas consecuencias y de larga duración para los españoles, que puso en jaque nuestro modelo de crecimiento y dejó en evidencia las carencias de modernidad, debería ser el último episodio de la transición política española, que ofrece claras señales de su agotamiento. La que sobrevive a duras penas gracias a una clase política que, anclada en el régimen partitocrático vigente, vive de la política y no para ella, amparada en el poder y la influencia de los aparatos de los partidos. Los que, en gran manera, han "secuestrado" la soberanía nacional y eliminaron, al servicio de sus autocráticos gobiernos presidencialistas -con González, Aznar y Zapatero- la obligada separación de los poderes del Estado, e invadieron parcelas reservadas a la sociedad civil, desde la cultura a la información, pasando por la injerencia en la vida de las empresas privadas y hasta en el sistema financiero (véase lo que ocurre con las cajas de ahorro presididas por dirigentes políticos).
Sin olvidar, en todo esto, "el derecho de pernada" que los partidos ejercen en los procesos electorales gracias a las listas cerradas, que convierten a los candidatos al Parlamento en meros y mediocres funcionarios del aparato partidario -con notables excepciones, claro está-, así como la muy escasa o distorsionada representatividad de la ciudadanía por culpa de la vigente ley electoral. La que permite que minorías nacionalistas amenacen al Gobierno de la nación y pongan en entredicho la legalidad constitucional, como ha ocurrido y aún pasa en el País Vasco y Cataluña. Y la que impide que los españoles no podamos elegir directamente al jefe del Estado, al presidente del Gobierno, a los diputados, senadores, alcaldes, concejales, presidentes autonómicos y diputados regionales. De todo ello se encargan los partidos.
La transición tiene en su haber grandes logros, esencialmente en lo que a la reconciliación nacional y recuperación de las libertades se refiere, lo que no es poco. Pero sabemos que la Constitución de 1978 se elaboró en secreto -por un grupo de notables de los partidos políticos-, sin la celebración de un periodo constituyente, ni de un referéndum sobre la forma del Estado, para eludir la disyuntiva entre Monarquía y República. La Constitución nació además bajo la atenta vigilancia de los poderes fácticos de la dictadura -el Ejército, la Policía, la Iglesia y Estados Unidos-, como quedó evidente en el golpe de Estado del 23-F. Poderes del final del franquismo, en el que fue coronado Rey de España Juan Carlos I -que firmó pero no juró la Constitución-, por encima de los derechos dinásticos de su padre, el conde de Barcelona, quien más tarde se los cedió.
Y es por culpa de esas flaquezas y carencias de controles democráticos del régimen político español, y no sólo por causa de los malos gobernantes, por lo que nuestro país se vio inmerso en graves procesos como el propio golpe de Estado, la corrupción política, el crimen de Estado de los GAL, el desafío nacionalista al Estado (amparado incluso desde el Gobierno nacional, como lo vimos en la primera legislatura de Zapatero), las injerencias políticas en el poder judicial, la presencia de España en la guerra ilegal del Iraq y la no menos infame e inventada conspiración de los atentados del 11-M. A lo que, finalmente, tenemos que añadir ahora la virulenta crisis económica y social, que, además de su origen internacional, o americano, se ha instalado en nuestro país ante la ceguera de los gobernantes.
Los que, bajo el mandato de Zapatero han dañado el prestigio y la cohesión de la nación española -"discutida y discutible", dijo el presidente-, jugaron de manera irresponsable a una negociación política, luego fallida, con ETA, y a punto estuvieron de dinamitar lo mejor de la transición con la apertura de un trasnochado debate sobre la Guerra Civil española, rematando esta serie de disparates con el intento de reforma confederal de la Constitución por la vía de los Estatutos de Autonomía, como sigue siendo el caso frente al nuevo e inconstitucional Estatuto de Cataluña, pendiente de una sentencia del Tribunal Constitucional, también sometido a la presión de los partidos y del nacionalismo catalán.
La causa de la República no es ni puede ser una demanda nostálgica o sólo sentimental, como lo han pretendido de manera respetable los dirigentes de Izquierda Unida en el pasado 14 de abril, buscando un discurso político distinto y original que los saque de su creciente deterioro político, camino de su autodestrucción bajo las siglas de un comunismo fracasado que está enterrado en Europa entre los cascotes del muro de Berlín.
Ni siquiera la sola disyuntiva entre Monarquía y República puede servir de argumento, o palanca, para la causa de la República, que en España debe ser la reforma democrática de la Constitución, en pos de un régimen donde el Estado de Derecho, y los principios de libertad política y de representación electoral, estén garantizados y a salvo de los aparatos partidarios, cuyas largas manos deben abandonar los terrenos del poder judicial y medios de comunicación (públicos y privados). Permitiendo la elección directa de los gobernantes y parlamentarios, y garantizando -en dos elecciones distintas- la separación de los poderes ejecutivo (en un régimen presidencialista) y legislativo. Y, de paso, reconduciendo la insolidaria y costosa diáspora de las Autonomías y aparcando cualquier concesión federal o confederada si no va precedida de flagrante lealtad constitucional y a la nación española.
Naturalmente, la necesaria reforma democrática, salvo aparición de un gran y nuevo liderazgo político, difícilmente va a ser llevada a cabo por quienes desde los aparatos de los partidos políticos disfrutan de las ventajas y de los parabienes del vigente sistema partitocrático, justificando el inmovilismo a base de agitar fantasmas de riesgo. Como la cuestión nacionalista, o ahora la crisis económica, y justificando las carencias democráticas en la presunta juventud -"treinta años no es nada", dicen- del vigente sistema político, lo que no es verdad, porque la democracia es o no es, pero no tiene edad.
jueves, 16 de abril de 2009
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