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Desafuero
Disminuir tamaño del textoAumentar tamaño del texto POR IGNACIO CAMACHO Viernes, 01-08-08
DE todos los vicios que pervierten el oficio periodístico, el peor es el recurso al insulto porque revela pereza mental, rencor moral e intolerancia personal. El periodismo consiste en relatar hechos veraces indagando en sus causas y en sus consecuencias -la jurisprudencia moderna ni siquiera exige la adecuación a una verdad objetiva, bastando la honestidad en el ánimo de buscarla-, y opinar sobre ellos con honestidad intelectual, fundamento crítico, compromiso ético y, si es posible, cierta belleza lingüística. No hay pasión, ni vehemencia, ni arrebato que justifiquen la degradación en ofensa del privilegio de informar y opinar en público; según quien los profiera, el insulto, la injuria y la difamación pueden llegar a condecorar al ofendido, pero siempre infaman al insultador. El insulto convierte el debate en riña corralera, y sustituye el argumento por la diatriba, la razón por el oprobio, la libertad por el desafuero. El insulto es la hoguera verbal de los nuevos inquisidores, el arma retórica de los exaltados, la danza ritual de los fanáticos.
Al pairo de una evidente radicalización de la opinión pública a la que no es ajena una cierta dirigencia política que ha resucitado el cainismo como táctica, algunos comunicadores han encontrado en el libelismo y la soflama un nicho de mercado. Destilan una propaganda incendiaria que contamina a parte de la audiencia y la arrastra al viejo y rancio espectáculo del garrotazo verbal, el denuesto infundado, la demonización del adversario, el agravio del discrepante. Lo hacen con un lenguaje totalitario y brutalista, faltón y tabernario, que se propaga luego en internet hasta la misma calle, y subvierte el debate democrático y la crítica liberal hasta convertirla en una orgía de motes, dicterios y ultrajes. Ese alboroto ofuscado tiene un éxito corto y miope, como toda banalidad intelectual, pero corrompe el periodismo al enfangarlo en una ciénaga de intransigencia y vociferio.
Durante unos años, este periódico y su antiguo director han sufrido el embate de esta animosidad reiterada y hostil que una sentencia judicial acaba de definir como injuriosa y extralimitada. La Constitución ampara la libertad de expresión y de crítica, pero no concede bula ni aforo para el insulto rencoroso, el escarnio gratuito o la invectiva personal. Corresponde a los jueces determinar en cada caso dónde acaba el derecho a disentir y empieza el abuso de la difamación. Todos los comunicadores estamos sometidos a ese posible escrutinio, y por fortuna la mayoría tiene su historial limpio de malas intenciones. Los difamadores se sitúan solos fuera de un oficio que únicamente encuentra su dignidad en la limpieza de espíritu.
Para los que hemos trabajado con José Antonio Zarzalejos no es necesario que nadie resalte su honorabilidad de hombre de bien, pero nos alegra que la justicia depure su injusto vilipendio y restituya su maltratado buen nombre. Tan clásico es el duelo dialéctico de Góngora y Quevedo como la sentencia calderoniana de que el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. Más que nadie, esto último deberían recordarlo sus representantes en la tierra.
viernes, 1 de agosto de 2008
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