domingo, 5 de febrero de 2012

Así entrené mi supermemoria

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Así entrené mi supermemoria
JOSHUA FOER 05/02/2012 EL PAÍS

Dom DeLuise, celebridad con sobrepeso (y cinco de tréboles), ha tomado parte en los siguientes actos indecorosos en mi imaginación: ha lanzado un escupitajo (nueve de tréboles) a la densa cabellera blanca de Albert Einstein (tres de diamantes) y le ha dado una demoledora patada de kárate (cinco de picas) en la entrepierna al papa Benedicto XVI (seis de diamantes). Michael Jackson (rey de corazones) ha observado un comportamiento excéntrico incluso para él. Ha defecado (dos de tréboles) en una hamburguesa de salmón (rey de tréboles) y ha atrapado su flatulencia (dama de tréboles) en un globo (seis de picas).

Este cuadro chabacano, de cuya puesta por escrito no me siento orgulloso, explica en gran medida el improbable sitio en el que me encuentro en este momento. Sentado a mi izquierda está Ram Kolli, un asesor de veinticinco años sin afeitar de Richmond, Virginia, que además es el actual campeón de memoria de Estados Unidos. A mi derecha tengo la cámara de una cadena de televisión nacional por cable. A mis espaldas, donde no puedo verlos ni ellos me pueden molestar, hay alrededor de un centenar de espectadores y un par de comentaristas televisivos que van ofreciendo un análisis de cada una de las pruebas. Uno de ellos es un repeinado locutor de boxeo veterano llamado Kenny Rice, cuya voz bronca, amodorrada, no puede ocultar su desconcierto por esta pandilla de paletos.

En un rincón de la sala se halla el objeto de mis desvelos: un hortera trofeo doble que consiste en una mano plateada con las uñas pintadas de dorado que blande una escalera de color y, en un gesto patriótico, tres águilas calvas posadas justo debajo. Mide casi lo mismo que mi sobrina de dos años (y pesa menos que la mayoría de sus peluches).

Tengo los ojos cerrados. Delante de mí, en una mesa, dispuestos boca abajo entre mis manos, hay dos mazos de cartas barajadas. Dentro de un momento, el jefe de árbitros pondrá en marcha un cronómetro y yo dispondré de cinco minutos para memorizar el orden de ambas barajas.

La increíble historia de cómo acabé en la final del Campeonato de Memoria de Estados Unidos, paralizado y sudando profusamente, empieza un año antes en una carretera nevada del centro de Pensilvania. Había ido en coche desde mi casa, en Washington, hasta la región de Lehigh Valley a entrevistar para la revista Discovery a un físico teórico de la Universidad de Kutztown que había inventado un mecanismo de cámara de vacío que se suponía haría estallar la palomita de maíz más grande del mundo. El recorrido me llevó a buscar al "campeón de inteligencia". En el curso de mis averiguaciones descubrí a un misterioso candidato que era, si no la persona más lista del mundo, por lo menos una especie de genio extravagante. Se llamaba Ben Pridmore y podía memorizar el orden exacto de 1.528 números aleatorios en una hora y -para impresionar a aquellos de nosotros de corte más humanista- cualquier poema que se le diera. Era el actual campeón de memoria del mundo.

En el plazo de cinco minutos podía aprenderse de memoria lo que había sucedido en 96 fechas históricas distintas y se sabía 50.000 dígitos de pi. ¿Acaso no era envidiable? Dejando a un lado un instante el hecho de que se hallaba en el paro temporalmente, ¿cuánto más productivo sería Ben Pridmore?

Aunque a primera vista estas hazañas podrían parecer poco más que trucos de feria -básicamente inútiles y tal vez incluso un tanto penosos-, lo que descubrí al hablar con los competidores fue algo mucho más trascendental, algo que me hizo replantear mis propios límites y la esencia misma de mi educación.

Todos nuestros recuerdos se encuentran entrelazados en una red de asociaciones. Esto no es una simple metáfora, sino un reflejo de la estructura física del cerebro. La masa de 1.300 gramos que corona nuestra columna vertebral se compone de unos 100.000 millones de neuronas, cada una de las cuales puede establecer entre 5.000 y 10.000 sinapsis con otras neuronas. La memoria, en el plano fisiológico más elemental, es un entramado de conexiones entre esas neuronas. Cada sensación que recordamos, cada pensamiento que albergamos, transforman nuestro cerebro al modificar las conexiones dentro de esa vasta red. Cuando haya llegado al final de esta frase, su cerebro habrá experimentado cambios físicos.

A pesar de la evolución vivida en décadas recientes, lo cierto es que nadie ha visto aún una memoria en el cerebro humano. Aunque los avances en el campo de la tecnología de la formación de imágenes han permitido que los neurocientíficos entiendan gran parte de la topografía básica del cerebro y estudios sobre las neuronas nos han proporcionado una idea clara de lo que sucede en el interior de células cerebrales individuales y entre dichas células, la ciencia sigue sin saber con certeza qué sucede en el sistema de circuitos del córtex, la capa arrugada más superficial del cerebro que nos permite pensar en el futuro, hacer divisiones largas y escribir poesía y que almacena la mayor parte de nuestros recuerdos. En lo que respecta a lo que sabemos del cerebro, somos como alguien que mirara una ciudad desde un avión que vuela alto.

Podemos distinguir dónde están las áreas industriales y residenciales, dónde está el aeropuerto, la ubicación de las principales arterias, dónde comienza la periferia. También sabemos con todo detalle cómo son las unidades individuales de la ciudad (los ciudadanos y, en esta metáfora, las neuronas). No obstante, en general, no podemos decir adónde va la gente cuando tiene hambre, cómo se gana la vida o cuál es el recorrido diario que efectúa una persona determinada. El cerebro tiene sentido visto desde muy cerca y desde muy lejos, es la zona intermedia -lo que conforma los pensamientos y la memoria, el lenguaje del cerebro- la que continúa siendo un gran enigma.

Sin embargo, una cosa está clara: la naturaleza asociativa no lineal de nuestro cerebro imposibilita que registremos conscientemente nuestra memoria de un modo ordenado. Un recuerdo solo pasa directamente a la conciencia si le da el pie otro pensamiento o percepción, otro nódulo de esa red interconectada casi ilimitada. De manera que cuando desaparece un recuerdo o tenemos un nombre en la punta de la lengua, su búsqueda puede resultar frustrante y a menudo infructuosa. Dado que nuestros recuerdos no siguen ninguna lógica lineal, no podemos ni buscarlos de manera secuencial ni ojearlos.

Los investigadores sometieron tanto a los atletas mentales como a un grupo equiparable de sujetos de control a sendas resonancias magnéticas y les pidieron que memorizaran números de tres dígitos, fotografías en blanco y negro de rostros de personas e imágenes ampliadas de copos de nieve mientras les escaneaban el cerebro. Cuando los investigadores revisaron los datos obtenidos, no vieron una sola diferencia estructural significativa. El cerebro de los atletas mentales parecía exactamente igual que el de los sujetos de control. Es más, en cada una de las pruebas de capacidad cognitiva general, la puntuación obtenida por los atletas mentales se situaba dentro de los valores normales. Los campeones de memoria no eran más listos ni tenían un cerebro especial.

Pero existía una diferencia reveladora entre los cerebros de los atletas mentales y los sujetos de control: cuando los investigadores observaron qué partes del cerebro se iluminaban cuando los atletas mentales memorizaban, descubrieron que activaban un sistema de circuitos completamente distinto. Según las resonancias magnéticas funcionales, áreas del cerebro que eran menos activas en los sujetos de control parecían funcionar a toda máquina en el caso de los atletas mentales.

Lo sorprendente era que cuando los atletas mentales aprendían algo nuevo hacían uso de varias regiones del cerebro que se sabe que se asocian a dos cometidos específicos: la memoria visual y la memoria espacial. Los atletas mentales dijeron que convertían en imágenes de manera consciente la información que debían memorizar y distribuían dichas imágenes en recorridos espaciales familiares. No realizaban esta operación automáticamente o porque poseyesen un talento innato cultivado desde la infancia.

A la cabeza del renacer del ejercicio de la memoria se sitúa un impecable educador británico de 67 años y gurú autonombrado llamado Tony Buzan, que afirma poseer el "coeficiente de creatividad" más alto del mundo. Cuando lo conocí llevaba un traje azul marino con cinco enormes botones con el reborde dorado y una camisa sin cuello y con otro gran botón en la garganta que le daba el aire de un sacerdote del Este. En la solapa lucía un alfiler con forma de neurona, y en la esfera del reloj se distinguía una reproducción del cuadro de Dalí La persistencia de la memoria (el de los relojes blandos). Llamaba a los competidores "guerreros mentales".

"El cerebro es como un músculo", aseveró, y ejercitar la memoria es una forma de gimnasia mental. Con el tiempo, al igual que con cualquier forma de gimnasia, el cerebro será más capaz, más rápido y más ágil. Acribillé a preguntas a Buzan para que me dijera cuánto costaría aprender esas técnicas. ¿Cómo se ejercitaban los competidores? ¿Cuánto tiempo tardaba en mejorar la memoria? ¿Utilizaban esas técnicas en el día a día? Si de verdad eran tan sencillas y eficaces como él aseguraba, ¿cómo es que yo no había oído nunca hablar de ellas? ¿Por qué no las usábamos todos nosotros?

-Mira, en lugar de hacerme todas esas preguntas, deberías hacer la prueba tú mismo -repuso.

-En teoría, ¿cuánto tardaría alguien como yo en prepararse para el Campeonato de Memoria de Estados Unidos? -le pregunté.

-Si quieres estar entre los tres primeros del campeonato norteamericano, no estaría de más que le dedicaras una hora al día seis días a la semana. Con esa cantidad de tiempo te iría muy bien. Si quisieras participar en el campeonato mundial, tendrías que pasar de tres a cuatro horas al día durante los seis meses previos al campeonato. La cosa se complica.

No tenía ni idea de cómo funcionaba mi propia memoria. ¿Qué es exactamente la memoria? ¿Cómo se crea? ¿Y cómo se almacena? Me había pasado las dos primeras décadas y media de mi vida con una memoria que funcionaba tan a la perfección que nunca había tenido motivo para pararme a pensar en sus mecanismos. Y sin embargo, ahora que me detenía a considerarlo, me daba cuenta de que a decir verdad no funcionaba tan a la perfección. Fallaba estrepitosamente en algunas áreas e iba demasiado bien en otras. Y presentaba muchas rarezas inexplicables. Esa misma mañana se había apoderado de mi cerebro una insoportable canción de Britney Spears que me había obligado a pasar la mayor parte de un trayecto en metro tarareando cuñas publicitarias de Januká en una tentativa de sacármela de la cabeza. ¿A qué venía eso? A decir verdad, ¿por qué no me acordaba de lo que había desayunado el día anterior, aunque recordaba exactamente lo que desayuné hacía cuatro años -cereales Corn Pops, café y un plátano- cuando me dijeron que un avión acababa de estrellarse contra una de las Torres Gemelas? ¿Y por qué siempre se me olvida por qué he abierto la nevera?

Al igual que un ordenador, nuestra capacidad para funcionar en el mundo está limitada por la cantidad de información que podemos barajar simultáneamente. Nuestra vida está estructurada por nuestros recuerdos de acontecimientos. El acontecimiento X sucedió justo antes de las supervacaciones en París. Recordamos los acontecimientos situándolos en el tiempo en relación con otros acontecimientos. Igual que acumulamos recuerdos de datos integrándolos en una red, acumulamos experiencias vitales integrándolas en un entramado de recuerdos cronológicos adicionales. Cuanto más densa es la red, más densa es la experiencia temporal.

Ed Cooke fue uno de los atletas mentales que me enseñaron técnicas de memorización. Ed era un joven gran maestro de Inglaterra. Aseguraba que aprendiendo las técnicas que me iba a enseñar entraría a formar parte de una "orgullosa tradición de memoriosos". La primera de ellas: los palacios de la memoria, un sistema para ordenar en la mente. La idea es crear un lugar que uno conozca bien y pueda visualizar fácilmente, y a continuación poblar ese lugar recreado de imágenes que representen lo que se quiera recordar.

El cuatro veces campeón de memoria de Estados Unidos Scott Hagwood utiliza casas lujosas de la revista Architectural Digest para guardar sus recuerdos. El doctor Yip Swee Chooi, el chispeante campeón de memoria de Malasia, utilizó partes de su cuerpo como lugares que le sirvieran de ayuda a la hora de memorizar las 56.000 palabras de las 1.774 páginas del diccionario Oxford chino-inglés. Se podrían tener docenas, cientos, tal vez incluso miles de palacios de la memoria, cada uno construido para albergar distintos conjuntos de recuerdos.

Si hubiera entrado usted en mi despacho en otoño de 2005, habría visto un post-it -una de mis memorias externas- pegado a la pared por encima de la pantalla del ordenador. Siempre que apartaba la vista de la pantalla veía las palabras "No olvides recordar", una discreta nota que a lo largo de los meses previos al Campeonato de Memoria de Estados Unidos me recordaría que tenía que intentar sustituir mis patrones de indecisión habituales por ejercicios mnemotécnicos más productivos. En lugar de navegar por la web o dar una vuelta a la manzana para descansar la vista, cogía una lista de palabras aleatorias y trataba de memorizarla. En vez de ir al metro con una revista o un libro, sacaba una página de números al azar. ¿Era consciente entonces de lo rarito que me estaba volviendo?

Empecé a intentar utilizar la memoria en la vida cotidiana, incluso cuando no estaba practicando para el puñado de crípticas pruebas que constituirían el campeonato. Los paseos por el barrio se convirtieron en una excusa para memorizar matrículas. Memorizaba las listas de la compra, tenía un almanaque en papel y otro en la cabeza. Siempre que alguien me daba un número de teléfono, lo acomodaba en un palacio de la memoria especial.

Recordar números resultó ser una de las aplicaciones del palacio de la memoria al mundo real en la que confiaba casi a diario. Cuando se trata de memorizar largas series de números, como 100.000 dígitos de pi, la mayoría de los atletas mentales utilizan una compleja técnica, conocida en el Worldwide Brain Club (el foro en línea de los adictos a la memoria, forofos del cubo de Rubik y atletas de las matemáticas) como "persona-acción-objeto", o simplemente PAO. Su linaje se remonta a los sistemas mnemotécnicos de combinación circulares de Giordano Bruno y Ramon Llull.

En el sistema PAO, cada número de dos dígitos del 00 al 99 está representado por una imagen de una persona que ejerce una acción sobre un objeto. El número 34 podría ser Frank Sinatra (una persona) cantando (una acción) con un micrófono (un objeto). De la misma manera, el 13 podría ser David Beckham dándole un puntapié a un balón. El número 79 podría ser Supermán volando con una capa. Cualquier número de seis dígitos, como por ejemplo 34-13-79, se puede convertir a su vez en una única imagen combinando a la persona del primer número con la acción del segundo y el objeto del tercero: en este caso, Frank Sinatra dándole un puntapié a una capa. Si el número fuese 79-34-13, el atleta mental podría visualizar la imagen igualmente extraña de Supermán cantando con un balón de fútbol.

Tras haber dedicado la mayor parte de un año a intentar mejorar la memoria y haber ganado el Campeonato de Memoria de Estados Unidos, volví a la Universidad de Florida para pasar otro día y medio sometiéndome a pruebas por parte de Anders Ericsson y sus estudiantes de posgrado Tres y Katy en el mismo despacho abarrotado donde casi un año antes mi memoria había sido examinada de cabo a rabo. Entonces, ¿había mejorado mi memoria? Según todos los datos objetivos, había mejorado algo. Mi retentiva numérica, el patrón principal por el que se mide la memoria de trabajo, se había duplicado: de nueve a dieciocho.

En comparación con las pruebas de hacía casi un año, era capaz de recordar más versos, más nombres de personas, más datos aleatorios. Y sin embargo, unas noches después del campeonato del mundo salí a cenar con unos amigos, volví a casa en metro y solo cuando entraba por la puerta de la casa de mis padres me acordé de que había ido en coche. No solo había olvidado dónde lo había dejado aparcado: también había olvidado que lo llevaba. Ahí estaba la paradoja: a pesar de todas las proezas de memoria que ahora podía realizar, seguía teniendo la misma mala memoria que hacía que no supiera dónde había dejado las llaves del coche y el coche.

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