La politización del TC
EL estreno «político» del TC se produjo hace veinticinco años, cuando dictó la polémica sentencia sobre el «caso Rumasa», resuelto con el voto de calidad del presidente Manuel García-Pelayo. Desde entonces, se ha convertido en un factor más del tablero político nacional, con unas consecuencias perjudiciales para la imagen del órgano que ostenta la condición de máxime intérprete de la Constitución. La polémica sobre la reciente sentencia del TC acerca de la prescripción de los delitos ilustra de forma nítida hasta qué punto esta institución ya no marca distancias frente a la crítica y las valoraciones políticas sobre sus decisiones. Las causas de esta indeseable situación son diversas. La primera, sin duda, es la ausencia de autocontrol en los partidos políticos a la hora de preservar al TC de sus disputas tácticas. En buena medida esto es así porque son los partidos -a través del Gobierno, del Parlamento o, de forma más mediata, del CCPJ- los que controlan la composición del TC. Sin embargo, la gravedad de las responsabilidades de este órgano había sido suficiente para mantener un cierto estatus de respeto institucional, con críticas ocasionales, más técnicas que políticas, pero sin llegar a una inmersión absoluta del TC en el cuadrilátero de la pelea partidista. La reforma al asalto que llevó a cabo el PSOE el pasado año para cambiar las condiciones de la presidencia del TC certificó el fin de la inmunidad política de este órgano.
La «politización» del Tribunal Constitucional es un fenómeno distinto al de los efectos de sus sentencias. Responde a una interiorización de responsabilidades políticas que no le incumben y a una gestión defectuosa de sus discrepancias internas sobre asuntos especialmente relevantes. La excarcelación de los integrantes de la Mesa Nacional de HB, la lentitud en la decisión sobre leyes fundamentales de esta legislatura -ley de violencia integral, del matrimonio homosexual o el estatuto de Cataluña- y las dilaciones en resolver recursos de amparo espinosos -cinco años ha tardado en juzgar el de Alberto Cortina y Alberto Alcocer- han propiciado la desconfianza hacia el funcionamiento del TC con arreglo sólo a criterios institucionales. Por otro lado, el enfrentamiento con el Tribunal Supremo -que no responde a cuestiones políticas y es, además, bilateral- añade más argumentos a la polémica.Por supuesto, este balance crítico no debe ocultar la estimable jurisprudencia del Constitucional sobre libertades públicas y derechos fundamentales. Sin embargo, ha asumido, en ocasiones, una tarea más propia de legislador constituyente que de intérprete constitucional, y esto es lo que permite hablar de una «constitución B» formada por doctrinas más fundadas en la convicción de la mayoría de los magistrados que en su vinculación al texto o el espíritu constitucional.
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