Pablo Sebastián A igual que hicieron con Pizarro, enrareciendo previamente el ambiente de su debate con Solbes, con toda clase de insidias sobre su sueldo en Endesa, desde el aparato de propaganda del Gobierno y del PSOE, ya han declarado que Zapatero ha ganado el debate contra Rajoy, antes incluso de que tenga lugar, porque unas encuestas de andar por casa han afirmado que una gran mayoría piensa que Zapatero ganará, lo que constituye un truco bastante burdo para condicionar, previamente, al espectador. Sin embargo, está por ver que semejante maniobra acabe por convencer a los indecisos del centro que, por ejemplo, saben muy bien que Pizarro dijo la verdad sobre el nivel y la existencia de la crisis económica que Solbes redujo a unas turbulencias pasajeras. El precio del petróleo, las cifras del paro y la bajada del consumo a la vista están.
Pero en España, la mentira de los políticos no tiene las consecuencias que sí tienen en las democracias tradicionales, sobre todo si hay víctimas de por medio, como le ocurrió a Aznar cuando intentó culpar a ETA del atentado del 11-M —y por eso el PP perdió las elecciones—, o como ya le ha pasado a Zapatero mintiendo a los españoles sobre el final de la negociación política con ETA, asunto de la mayor gravedad que intenta embarrar recurriendo a los disparates de Aznar sobre el 11-M y la guerra de Iraq que pertenecen al pasado y que fueron depurados en las elecciones del 2004. Naturalmente, si Rajoy, en estos pasados años, se hubiera liberado de los protagonistas de esas mentiras en el último Gobierno de Aznar —Acebes y Zaplana— y hubiera reconocido el error de Iraq y de la gestión del 11-M, Zapatero no podría, en estas elecciones, volver a juzgar los pasados gobiernos de Aznar tal y como pretende para que no se hable de lo suyo.
Los debates planteados entre Zapatero y Rajoy, como si del juicio final de los electores se tratara, tienen para los contendientes un principal objetivo: llamar al voto útil a favor del PSOE y del PP, espantando otras opciones de dimensión nacional, como las de IU, Rosa Díez y Ciudadanos, y reducir el interés de los votantes nacionalistas.
Asimismo, para el PSOE, con este duelo televisado, se pretende movilizar a su electorado en pos de una alta participación electoral el próximo día 9 de marzo, y disfrazar a Zapatero como un hombre de la izquierda y gobernante responsable y enamorado de España, intentando ocultar o hacer olvidar los disparates de una legislatura fallida que se resume en sus declaraciones de que “la nación española es discutida y discutible”, “Otegi es un hombre de paz”, “2007 será el año del final de la violencia de ETA”, “apoyaré en Madrid el Estatuto catalán que apruebe el Parlamento de Cataluña” y “la economía va bien”.
Desde que se inició la campaña electoral, Zapatero no habla del verdadero balance de su legislatura. Sí subraya algunas de sus conquistas sociales —el matrimonio gay, divorcio exprés, ayudas a discapacitados—, pero sobre todo se agarra, como un boxeador sonado, al torso del contrario, su entorno y a su pasado, como si lo que hubiera que validar en estas elecciones fueran los pasados gobiernos de Aznar, o las andanzas de la Conferencia Episcopal, y no su mandato y su gestión sobre los grandes temas que marcaron la legislatura: la reforma autonómica, la negociación política con ETA y la economía.
Naturalmente, este esfuerzo descomunal de simulación al que contribuyen con la nariz tapada otros dirigentes del PSOE y sus poderosos medios de comunicación no tendría efecto si no fuera porque en la oposición, el PP de Rajoy, que hizo bien el diagnóstico de la seria crisis institucional y de la cohesión de España provocada por Zapatero, así como de su incapacidad de actuar para prever y frenar la crisis económica, no ha sido capaz de ejercer una oposición como debiera. Una oposición del PP, dotada de equipos con credibilidad —lejos de los Acebes, Zaplana y Aznar, que ahora oculta— y con un proyecto de gobierno y alternativa de gestión que nunca presentaron a lo largo de cuatro años y que acaban de estrenar como programa electoral. Y a no olvidar, en todo esto, el abandono del centro por Rajoy —escenificado en la expulsión de las listas de Madrid de Gallardón— y su falta de liderazgo y de autoridad, lo que permite dudar que sea capaz de gobernar España quien no manda en su partido.
En el PP conocen sus carencias, y por eso juegan al mal menor de Rajoy, cuando advierten del peligro de cuatro años más de Zapatero, mientras en el PSOE se pasan el día disfrazando a su pupilo con la bandera nacional y colocando la palabra “confianza” permanentemente en los labios, a ver si los electores se confunden y acaban pensando que Zapatero sí es de fiar.
Lo llamativo de este debate es la personalización en los candidatos de uno y otro partido, al margen de su particular balance de gestión y programas. Y, la verdad sea dicha, no se ve a ningún estadista o un líder de indiscutible altura entre ninguno de los dos, ni se aprecian equipos valiosos de gobierno para un tiempo que se anuncia conflictivo por la capacidad de influencia en la vida española que, otra vez, tendrán los nacionalistas. Una cuestión nada baladí sobre la que, seguramente, ninguno se querrá pronunciar en el debate para dejar abierta la posibilidad de una coalición. Un asunto de calado que afectará a la estabilidad del Gobierno en un tiempo difícil y agravado por la crisis económica que no cesa de avanzar.
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