EN los primeros días de febrero de 1930, una semana después de la dimisión como presidente del Gobierno de Miguel Primo de Rivera, José Ortega y Gasset -tan popular en sus días como Marcial Lalanda o Ricardo Zamora- escribió en El Sol: «Vayamos a un gigantesco partido nacional que por lo pronto se proponga sólo nacionalizar definitivamente el Estado español, lo cual, dicho con menos tecnicismo, equivale a esto: que se proponga instalar la plena decencia en la vida pública española».
Si Mariano Rajoy, rotundamente vencedor en su «debate» con José Luis Rodríguez Zapatero, tuviera menos asesores y más decisión, más capacidad para asumir el riesgo de la sinceridad que astucia preventiva, le hubiera propuesto algo parecido al decaído líder socialista. «La decencia en la vida pública, aclaraba Ortega, no consiste en otra cosa que en imponer a todos los españoles la voluntad de convivir unos con otros, sean quienes sean unos y otros». Tengo la dramática sensación de que, tres cuartos de siglo después, tras la dictablanda de Dámaso Berenguer, la República, la Guerra, Francisco Franco y toda la peripecia de la Transición, sigue estando vigente la lúcida demanda de quien supo ser más grande, mucho más, que su circunstancia y convenientemente continuado por cabezas tan luminosas como María Zambrano o Julián Marías, sustenta buena parte de la bóveda del pensamiento que nos asiste.
El falso debate que, al margen de las falsas «encuestas», ganó Rajoy sirvió para poner en evidencia, por si quedara alguna duda, la inconsistencia de Zapatero. El socialista, tan apegado a la España plural, no parece reunir las condiciones para inscribirse en ese partido de la decencia, tan deseable como quimérico, con el que Ortega espoleaba a sus lectores para obligarles a salir de la pereza y el acatamiento rutinario de lo establecido y, sobre todo, de la irrefrenable tentación excluyente que conlleva el ser español: «... mientras el obispo o el militar aspiren en el fondo de su alma no sólo a vencerme, deseo respetable, sino a suprimirme de la vida pública, o yo aspire a lo mismo con respecto a ellos, nuestra existencia ni será decente ni será nacional».
Cabe suponer que, el próximo lunes, el debate que volverá a enfrentar a quienes aspiran a presidir el Gobierno de España en la próxima legislatura se refiera, en contraste con el ya celebrado, a proponernos proyectos de futuro, programas capaces de reconstruir un pulso nacional alterado por las minorías secesionistas y afectado por el nublado horizonte económico. Algo más consistente que un fracasado proceso de paz, la revisión de la historia y la alianza de las civilizaciones. La nacionalización de la decencia, en el sentido orteguiano de la idea, es lo que nos hace falta. Algo centrípeto y ético que contraste con la centrifugación y la golfancia vigentes.
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